"Kentukis", Samanta Schweblin


"Distancia de rescate", de la reconocida Schweblin, es una de las mejores novelas argentinas de las últimas décadas. Una novedad y un acierto, desde todo punto de vista. Sin hablar de sus cuentos, que son los que, con justo mérito, han despertado la atención de los lectores en distintas partes del mundo. Lo primero que se me viene a la cabeza, entonces, al tener que hablar sobre "Kentukis" es: "No puede ser la misma escritora".
En este caso, estamos frente a una ficción que plantea la aparición en el mercado de una suerte de peluche con ruedas (los kentukis*); sus ojitos son cámaras conectadas a un usuario de modo random, este puede estar en cualquier parte del mundo, detrás de la pantalla de una tablet. Los peluches no pueden hablar, sólo mirar y moverse toscamente, espiando la realidad del ambiente en el que le tocó caer. Las combinaciones entre "amo" del kentuki y bichito podrían ser infinitas. De esto habla el libro que, organizado en breves capítulos, nos expone distintas situaciones a lo largo y ancho del globo. Personajes variados, con pequeñas historias de clase media, entrelazan sus vidas a través de la páginas de la novela. Algunas de las historias tienen continuidad a lo largo del libro, mientras que otras son autónomas (empiezan y terminan, sin que nos volvamos a cruzar con esos personajes, en este sentido, funcionan como relatos). La escritura es prolija y certera; la narración, ágil y amena. El tono general es amable (si bien hay intentos de golpes de efecto, por supuesto), no se parece en nada a los climas genuinamente perturbadores que caracterizan a las otras obras de la autora. 
Seleccionado por el New York Times como uno de los 10 libros más destacados del 2018, este medio ha dicho: "Con ese juguete, Schweblin encuentra el híbrido perfecto entre la mascota animal y la red social, para diseccionar problemas que nos atañen a todos: la dimensión perversa de la red, la epidemia global de soledad, la estúpida inercia que nos lleva a ser parte de cualquier tendencia mayoritaria o la deslocalización de la existencia". 
De este y similar modo, la prensa nos intenta vender este artefacto (en lo único que acierta NYT es en la categoría de juguete) que, en rigor de verdad, poco tiene de innovador y de crítico. Primero y principal, por las características del planteo tecnológico subyacente al kentuki, este parece haber nacido con obsolescencia programada. Para más datos, baste con decir que el bicho es un peluche descripto como burdo, dos IP arbitrarios se conectan a través de él: el dueño/a del peluche y quien está detrás de sus ojos, conectado/a a una tablet. Sus ojitos a duras penas pueden moverse un poco hacia arriba; el animalito depende absolutamente de la voluntad del poseedor. Si bien no se puede apagar, es muy fácil sacarlo de en medio (encerrándolo, poniéndole un balde encima o metiéndolo en la bañera, por ejemplo, tal como se cuenta en el libro). Para espiar algo interesante tiene que tener, no solo el permiso del poseedor, sino también una ubicación privilegiada. Por si fuera poco, tiene una batería que se agota en una jornada (si no lo recargan, se termina definitivamente la conexión). Tampoco tiene autonomía de movimientos, más que para "caminar" hacia atrás o adelante o girar (lo cual, a veces, dependiendo de la creatividad del amo, le permite comunicarse verbalmente). Con estas torpes características técnicas, creo que se trata de un vouyerismo bastante forzado. "Invasión a la privacidad" y otros tantos calificativos del género que le han asignado a la novela son conceptos que, a todas luces, le quedan holgados. Por lo demás, al tratarse sólo de un artefacto tecnológico, carecen de sentido los intentos narrativos de generar algún tipo de empatía hacia estos bichitos. A dichos aspectos se le suma la dificultad (a veces mencionada) de la diferencia horaria entre dueño/ mascota. Con la exposición de estos detalles intentamos dar cuenta de lo inocente del planteo, y de cuánto optimismo se necesita para asociar esta novela a calificaciones como perversa, inquietante, deslumbrante u oscura. Ni hablar del agravio que supone ponerla al nivel de la insoslayable Black Mirror. Vivimos en una sociedad en la cual los adelantos tecnológicos hace un tiempo que empezaron a tomar un ritmo acelerado. Por este motivo, apuestas como la de esta novela son sumamente riesgosas. Podríamos decir que, en el contexto actual, los muñecos de Schweblin, presentan un sorprendente nivel de ingenuidad, instalando el texto en aguas de lo poco creíble y lo naïfYa con esta base, es difícil que un lector avezado pueda establecer un pacto lector digno con la obra. La idea del kentuki no llega a la sátira ni mucho menos al nivel de crítica social que se le intenta adjudicar a través de la engañosa maquinaria publicitaria que respalda a la novela. Quizás el libro encuentre su lector modelo en la adolescencia o en lectores muy poco entrenados. De hecho, es una novela bastante fácil de abandonar. 
En cuanto a la temática de las historias desarrolladas, se advierte una sutil pretensión de generar inquietud en el lector, tal como sucede en otras obras de la autora. Aquí, sin embargo, las expectativas son estruendosa y sistemáticamente destruidas. Las anécdotas de una señora peruana, por ejemplo, que espía la vida de una chica, cuyo mayor problema es que su amante alemán le meta la mano en la billetera, o el caso de la chica que se compra un kentuki por aburrimiento, mientras acompaña al novio en una residencia artística en un pueblo mexicano son la medida del tenor inofensivo del libro. En este contexto, uno o dos intentos de subir el voltaje quedan expuestos de un modo poco efectivo e ingenuo.  En un tiempo en que (por dar solo un ejemplo) una conversación hogareña puede ser captada por los algoritmos del teléfono que yace sobre la mesa, existe un mundo de posibilidades más interesantes, oscuras y complejas. 
Viniendo de una autora de la talla de Schweblin, el texto me ha decepcionado totalmente y no lo puedo recomendar. El libro se vende y le gusta a mucha gente, pero buena literatura NO ES. 
Una vez más, la maquinaria comercial nos impone, de manera descarada, un objeto artístico que hace agua por todos lados.  
 




* Sobre la elección del nombre : "Dije bueno, para mí tiene que ser algo que suene a trucho, que suene a popular, que esté relacionado con algún tipo de animalito, que pueda ser tanto una ciudad de Australia como una comida coreana, que suene a chino, que suene a norteamericano. Dije: es kentukis, claramente". 


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